Viene de número anterior
José Mingo
Si también era menester reducir el gasto, se podría haber conseguido de mil maneras: recortar el número de cargos de confianza, asesores y altos cargos; reducir la burocratización de los organismos públicos; eliminar las subvenciones a organizaciones religiosas, sindicatos, patronales, partidos políticos y demás asociaciones (que se financien con las aportaciones de sus propios miembros); suprimir las absurdas e innecesarias “embajadas autonómicas”; reducir el excesivo número de ministerios, direcciones generales y demás, así como fusionar y simplificar la gestión de las entidades locales; acabar con las ayudas al sector financiero; reducir las dietas y pagos en especie a los funcionarios de mayor nivel; reducir la presencia de tropas extranjeras en el exterior y el gasto militar en general; recortar o eliminar el presupuesto de la Casa Real; eliminar las pensiones vitalicias de la clase política, así como sus exenciones tributarias, además de controlar la manera en que se asignan sus retribuciones e incrementos salariales (como dice una cadena de correos electrónicos, «es indecente que el salario mínimo sea de €624 y el de un diputado de €4000, o que un profesor o un médico ganen menos que un concejal de festejos de un ayuntamiento de pueblo»); aplicar la incompatibilidad entre cargos y sueldos públicos y privados; reducir los viajes, sustituyéndolos por teleconferencias en la medida de lo posible; reducir el número de coches oficiales, promoviendo en uso del transporte público, pero eliminando el abuso de los desplazamientos en taxi; reducir el número de vuelos y, en caso de ser necesarios, volar en clase turista o, si se trata de un avión oficial, organizar bien el viaje para poder compartirlo (que no ocurra, como hace unos días, que tres ministros hagan el mismo trayecto en tres aviones diferentes en el mismo día); controlar el uso de los teléfonos móviles y las tarjetas de crédito (si quieren gastar dinero en líneas eróticas y clubes de alterne, que no lo hagan con el dinero de todos); utilizar programas informáticos libres que, en la mayoría de los casos, son bastante mejores que los de pago; más rigor en los presupuestos de las obras públicas (que no se presupueste en equis y después venga la empresa concesionaria con el cuento de que es un cincuenta por ciento más, como en el reciente caso del auditorio en Burgos, por poner un ejemplo entre mil); concesión de becas de estudios sólo a cambio de rendimientos académicos mínimos; eliminar las diversas prácticas monopolísticas que provocan, por ejemplo, que los servicios de telefonía y ADSL sean en España los más caros de Europa. Y así podría tirarme hasta la saciedad.
Como de costumbre, mientras países más ricos y solventes que el nuestro están retirando privilegios y coches oficiales a altos cargos y ministros mientras dure la crisis, aquí la gran mayoría de nuestros irresponsables dirigentes se niegan en redondo a ceder sus inmerecidas prerrogativas: pocas horas después de que el Gobierno británico anunciase sus medidas de austeridad, el presidente del Parlament catalán, Ernest Benach (ERC), se negó rotundamente a retirar ni disminuir el uso de los coches oficiales de alta gama que tiene asignados.
En general, sería necesaria una auditoría de toda la Administración, ya que su gestión es muy deficiente y cada vez son más escandalosas su ineficacia, ineficiencia, desidia y corrupción, llegando a casos de ridículo extremo, como el de la traducción simultánea (a 6000 euros por sesión) entre dos diputados andaluces sólo porque a uno de ellos no le daba la gana utilizar la lengua que ambos hablan y comprenden.
Con respecto a los centros de trabajo públicos, es evidente que hay sitios donde falta personal y, sobre todo, lugares donde sobra, aparte de la duplicidad de muchas Administraciones, los organismos innecesarios y la incompetencia manifiesta de innumerables políticos (es increíble que no deban superar ninguna prueba de capacidad para ejercer su cargo, así que nadie se extraña cuando hacen el ridículo a las primeras de cambio).
Sin embargo, como siempre, el desaguisado lo pagan las clases medias y bajas; son las rentas del trabajo, las que soportan los ingresos del Estado, a las que ahora se imponen los recortes, mientras quienes nos metieron en esto quedan impunes, no se llevan a cabo las necesarias regulaciones de los mercados financieros para evitar los desastres que está provocando la especulación de la banca, ni las imperiosas reformas en las reglas del comercio internacional que garantizarían fuentes de ingresos más seguras y equitativas a todas las naciones y no sólo a las grandes multinacionales, ni mucho menos se termina de cortar los pies a las corruptas agencias de calificación que se dedican a despejar el paso a los especuladores, engañando y ocultando la verdad de lo que ocurre en los mercados, y seguimos con el mismo saqueador incompetente al frente de la CEOE y el mismo manipulador esclavo de los grandes inversores en el Banco de España.
En lo que respecta al gasto social, antes de cualquiera de estos recortes, España ya estaba en el furgón de cola de Europa: la media europea está en el 27% del PIB, mientras que nosotros estábamos en el 20%; por debajo incluso de Grecia y Portugal, con un 24%.
Por tanto, estas medidas anticrisis hacen pagar a aquellos que menos responsabilidad tienen en haberla causado. Los mercados financieros dicen estar intranquilos por el tamaño de una deuda que es sobre todo privada, pero no se ha tomado ninguna medida que afecte a las rentas del capital. Se está permitiendo que los actores que se beneficiaron de esta situación se salgan con la suya y se vayan de rositas tras haber enviado al paro a millones de trabajadores en todo el mundo.
La propuesta del gobierno no es una salida para la crisis, no se hacen recaer los esfuerzos sobre quienes la originaron y pretenden que los trabajadores, que no la hemos provocado, paguemos los platos rotos.
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